P á g i n a s

El peligro de vivir para trabajar

Por  Mons. Carlos González Saracho

Artículo aparecido en la revista Hacer Empresa, noviembre, 2024


 Hace muchos años, se detectó en Japón el fenómeno del “karoshi”, o muerte por exceso de trabajo. Un informe de 2016 reveló que hasta un quinto de los japoneses estaban en riesgo de sufrir este síndrome, el cual, aunque no siempre tenga consecuencias fatales, ha dejado de ser exclusivo de Japón. Esto se debe a una cultura que promueve la constante actividad laboral como determinante del éxito.

La línea entre una laboriosidad saludable y una adicción destructiva al trabajo se vuelve peligrosamente más delgada. En el competitivo ámbito empresarial, ser llamado adicto al trabajo puede incluso ser motivo de orgullo. Sin embargo, esta dinámica cobra un alto precio: la salud, las relaciones familiares y sociales, e incluso la propia calidad del trabajo se ven afectadas. Diversas investigaciones muestran que los adictos al trabajo son menos productivos que aquellos con una actitud y un enfoque más saludable hacia las tareas profesionales.

Aunque cada caso es diferente, procuraré a continuación señalar algunas pautas que ayuden a reconocer cuándo se está cruzando el límite y se está cayendo en una peligrosa adicción. Una primera señal de alarma es pensar constantemente en el trabajo, incluso en el tiempo libre, en los trayectos o durante el descanso. Esto lleva al segundo síntoma, más grave: se descuidan gradualmente las relaciones familiares y sociales, que se van enfriando y deteriorando, porque los demás perciben un menor interés por los temas y preocupaciones comunes. Si no se reacciona a tiempo, las distancias crecen y se hace cada vez más difícil reestablecer la armonía inicial.

Una primera señal de alarma es pensar constantemente en el trabajo, incluso en el tiempo libre, en los trayectos o durante el descanso.


La tercera señal se puede definir como de “daños estructurales”: primero los psicológicos, como estado de ansiedad permanente y sentimientos de culpa cuando se realizan actividades no relacionadas con la profesión. Vienen acompañados o seguidos por dificultades para dormir, dolores de cabeza, tensión muscular en cuello o espalda, digestiones pesadas, colon irritable, acidez de estómago, tensión arterial. Es verdad que, una situación de estrés como la descrita para esta etapa, no solo procede de un exceso de actividad, sino que también puede desencadenarse por situaciones objetivas de salud o familiares, y una constante rumiación obsesiva de esos problemas. Pero el exceso de trabajo suele estar en el comienzo de las más frecuentes.

Sería un peligroso reduccionismo pensar que esto se resuelve con solo un tratamiento farmacológico. El riesgo de abusar de ansiolíticos es muy alto, y la experiencia muestra que, aunque se sigue “funcionando” en la vida diaria, no aborda el problema de raíz. La solución de fondo para el estrés laboral requiere una mirada más amplia y profunda, y comprender que el valor de una persona no depende únicamente de sus logros profesionales: son importantes, pero no absolutos.

Mi experiencia en la atención sacerdotal de personas me ha llevado a concluir que el estrés, como otras enfermedades que nos atenazan, suele tener un componente espiritual, relacionado con nuestra visión de la vida. Nos dejamos llevar por un hiperindividualismo materialista, alimentado por apegamiento a las pantallas, con cada vez menos horas de sueño y sin relaciones sanas, gratuitas o desinteresadas. Nos agotamos corriendo detrás del bienestar sin preguntarnos sobre lo fundamental.

¿Qué podemos hacer para salir de esa situación? Es esencial abordar el síndrome desde una perspectiva tanto psicológica como espiritual. Como señala el psicólogo Diego Cazzola, en el fondo del trastorno adictivo laboral “está la falsa creencia de que podemos con todo, incluso con aquello que se escapa de nuestras manos. En realidad, aquí hay un toque de vanidad y de orgullo, de no querer soltar las cosas, buscar el reconocimiento de los demás, ir por libre y, al final, perder la mirada trascendental. A veces pensamos que, si no lo hacemos todo nosotros, nuestra vida se derrumbará, y eso no es cierto”. En este sentido, es importante aprender a renunciar a ser perfeccionista, conocer nuestros límites —y los de quienes nos rodean— y convivir con ellos.

Es importante aprender a renunciar a ser perfeccionista, conocer nuestros límites —y los de quienes nos rodean— y convivir con ellos.


Otro aspecto fundamental es examinarnos para conocernos mejor, saber cómo reaccionamos en momentos de presión e identificar los síntomas a tiempo. Para esto, es altamente recomendable hacer periódicamente un parón, una revisión del tiempo que se dedica al trabajo y a otras áreas de la vida, para ver qué debemos cambiar y mejorar, con el fin de encontrar un equilibrio. Reconocer un problema es siempre el primer paso y el más importante a la hora de recuperar la salud mental, encontrando tiempo para el descanso, la recreación, el fomento de las relaciones con los seres queridos y el cuidado de la vida espiritual. Desde la Capellanía del IEEM, por ejemplo, se ofrecen parones mensuales o retiros espirituales de una hora y media, diseñados para reflexionar sobre aquello que no nos está haciendo bien y aquello que deberíamos dejar o ajustar, con el fin de elegir conscientemente la vida que cada uno quiere vivir. En estos parones periódicos —individuales o en grupo— hay que analizar si el trabajo se convirtió o no en un sustituto de las verdaderas relaciones profundas que facilitan la felicidad, como demostraban las dos investigaciones de Harvard mencionadas en nuestra columna anterior.

El activismo adictivo convierte al trabajo en un fin en sí mismo y, en lugar de aportar plenitud, conduce al agotamiento espiritual y emocional. La Iglesia Católica siempre ha subrayado el valor del trabajo como medio para realizar la humanidad y servir a los demás. Sin embargo, centrarse excesivamente en el trabajo, a expensas de la salud, las relaciones familiares y la vida espiritual, es incompatible con las enseñanzas de la Iglesia. El papa Juan Pablo II, en el n.o 6 de su encíclica Laborem Exercens (1981), dejó claro que el trabajo debe servir al hombre y no al revés: “La primera base del valor del trabajo es la persona misma, su sujeto. Esto trae inmediatamente consigo una conclusión muy importante de carácter ético: si bien es cierto que el hombre está destinado y llamado a trabajar, sobre todo el trabajo es ‘para el hombre’, y no el hombre ‘para el trabajo’”.

Hay mucho cansancio en una vida desnivelada, por lo tanto, debemos ver el tiempo de reflexión o examen como una inversión para mejorar nuestra vida… y la de quienes nos rodean.