¿LA IA PODRÍA SER DESHONESTA?

 por Mons. Carlos González Saracho
 Artículo aparecido en la revista HACER EMPRESA en agosto de 2023


 

 La reciente película Oppenheimer ha recordado algo inquietante: que, hace 80 años, cuando J. Robert Oppenheimer dirigió el trabajo para las primeras armas de destrucción masiva, nadie había visto nunca una bomba destruir ciudades enteras. Después de que esto ocurrió, Oppenheimer comenzó a trabajar para reducir la amenaza de un daño planetario. Obviamente, era tarde. Utilizó su posición y prestigio para insistir en el control internacional del poder nuclear, evitar la proliferación de armamento nuclear y frenar la carrera armamentística entre las dos superpotencias. Lo hizo con tanta vehemencia que le acabaron retirando sus pases de seguridad y el acceso a documentos militares.

Actualmente, ante el futuro polémico de la IA ¿es posible evitar el error de Oppenheimer? ¿Es exagerado comparar las armas de destrucción masiva con la IA? Evidentemente, hay diferencias iniciales notables: las armas son destructivas y desplegadas por Estados-nación. La IA, en principio, tiene fines constructivos y desarrollada por privados. La IA y, concretamente la inteligencia artificial fuerte o IAF —también conocida como inteligencia artificial generativa o IAG— iguala y excederá la inteligencia humana promedio, imitando la memoria, la lógica y el razonamiento a velocidades de milisegundos.

Pero quizá no es aventurado plantear la posibilidad de que la IA podría desviarse de forma deshonesta a escala incluso mayor que la de las armas de destrucción masiva. ¿Por qué? Porque la IA puede amplificar a gran velocidad no solo lo bueno, sino también lo malo en los humanos a gran velocidad. Esto nos lleva a plantear la necesidad de regular, no de prohibir. Pero ¿quién regulará lo suficientemente bien antes de que sea demasiado tarde?


ACTUALMENTE, ANTE EL FUTURO POLÉMICO DE LA IA ¿ES POSIBLE EVITAR EL ERROR DE OPPENHEIMER? ¿ES EXAGERADO COMPARAR LAS ARMAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA CON LA IA?



En febrero de 2020 la Pontificia Academia de la Vida dedicó su Asamblea anual en el Vaticano para reflexionar sobre la Inteligencia Artificial en tres ámbitos: ética, derecho y salud, con el fin de que la ética de la IA ponga la dignidad de los humanos en primer lugar. Se clausuró el encuentro con la firma del “Llamado de Roma por la Ética de la Inteligencia Artificial” (Rome Call for AI Ethics). Participaron de la firma de este documento, aprobado por el papa Francisco, la Academia Pontificia para la Vida, Microsoft, IBM, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y el gobierno italiano. El texto se puede consultar en el sitio web del Vaticano.

Posteriormente, IBM y Microsoft introdujeron modificaciones en sus respectivos equipos de IA ética que traicionaban el espíritu de los compromisos firmados. Recientemente, y debido a algunas reacciones de protesta, ambas empresas están procurando volver tímidamente a lo firmado en 2020. El “Llamado de Roma” no se basó en una corazonada sentimental sobre la extralimitación tecnológica, sino en la convicción de que la tecnología, esclavizada por sí misma, no solo por sus herramientas, puede poner —y de hecho está poniendo— a la humanidad, a la persona humana, en último lugar.

El mismo Bill Gates llegó a decir: “Los humanos también cometen errores. ¿Qué pasa si entran en conflicto con los intereses de la humanidad? ¿Deberíamos prevenir una IA fuerte?… Estas preguntas se volverán más apremiantes con el tiempo”.

A finales de julio, el gobierno de los Estados Unidos llegó a unos acuerdos con Microsoft, Alphabet, Meta Platforms, Amazon, Anthropic, Inflection y OpenAI. Se logró consenso en tres puntos: revelar qué contenidos son generados con inteligencia artificial, transparencia de resultados y garantías de seguridad. En agosto la Santa Sede informó que el papa hablará de inteligencia artificial en su mensaje para la próxima Jornada Mundial de la Paz.

Por otra parte, la IA no se está expandiendo: está explotando. En el siglo XXI, la investigación en IA creció un 600 %. Si no admitimos que, a pesar de nuestras buenas intenciones, somos imperfectos, seguiremos acelerados y, a no ser que incorporemos rápidamente algunos “cortafuegos” o alertas, la IA deshonesta es una cuestión de “cuándo”, no de “si”.


LA IA NO SE ESTÁ EXPANDIENDO: ESTÁ EXPLOTANDO Y LA IA DESHONESTA ES UNA CUESTIÓN DE “CUÁNDO”, NO DE “SI”.


Esto nos lleva a examinarnos y a algunas consideraciones de nivel más personal, familiar y educativo y empresarial. Hace unas semanas con varios amigos hablamos sobre las capacidades sorprendentes de la IA y nos planteamos qué es lo que los humanos podemos hacer siempre mejor que la IA. Después de muchas vueltas y con las simplificaciones propias de un intercambio distendido, el consenso fue: amar. En su brevedad puede sonar cursi. Pero tiene sentido, ya que la IA podrá redactar poesías y frases cariñosas, pero nunca será capaz de transmitir los afectos, o al menos no lo podrá hacer con la misma vitalidad y empatía, con la que lo hacemos los seres humanos. Podrá “leer” nuestros sentimientos, pero no experimentar esa vivencia única de cariño y ternura por alguien.

Evidentemente la IA irá superando nuestras capacidades racionales, de pensamiento y de conocimientos. Incluso en varios aspectos de la creatividad. Pero no parece que pueda superarnos en las expresiones de afecto. Es una clara invitación a que seamos conscientes del gran poder que tenemos para tratar bien a los demás, a ser sensibles para no lastimar a nadie ni hacerlos sentir mal. Es la oportunidad de acrecentar el valor de la dignidad humana y de cuidar el trato respetuoso y empático. Procurando tener más desarrollada la habilidad de ponernos en el lugar del otro y a ser capaces de detectar lo que se está sintiendo a consecuencia de lo que nosotros decimos o hacemos.

En el fondo, como dijo el cardenal Ratzinger en 1980, en un discurso a la Universidad de Salzburgo, la solución del problema o, mejor dicho, la manera de enfocar la IA y otros avances está en distinguir: “Poder hacer es una cosa; poder ser es otra bien distinta. El poder hacer no sirve para nada si no sabemos para qué hemos de utilizarlo, si no nos interrogamos acerca de nuestra propia esencia y acerca de la verdad de las cosas”. Si valoramos únicamente lo que sirve para “poder hacer” algo, somos cortos de vista, porque descuidamos la meta, nuestra auténtica vocación: buscar la verdad.

Y para buscar la verdad se requiere humildad, en reconocer nuestros límites y para estar abiertos al infinito, “una apertura que no tiene nada que ver con la credulidad; exige por el contrario la autocrítica más consciente. Es mucho más abierta y crítica que la misma limitación del empírico, cuando el hombre hace de su voluntad de dominio el último criterio de conocimiento” (J. Ratzinger, Mirar a Cristo, Edicep, 2005, p. 26).

Horarios en el Santuario a partir de marzo de 2023

Celebración de la misa

De lunes a domingos a las 19:30
Los domingos también a las 12:00

Exposición del Santísimo Sacramento

Viernes de 17:30 a 19:20

Atención sacerdotal

Lunes a viernes: 17:30 a 19:20
Sábados: 18:30 a 19:20
Domingos: 11:30 a 12:00, y de 18:30 a 19:20

Confesores habituales: 

Mons. Carlos M. González:

Sábados: 18:30 A 19:20
Domingos: 11:30 a 12:00
Miércoles, jueves y viernes: 17:30 a 19:20


Pbro. José Luis Vidal

Domingos: 18:30 A 19:20
Lunes y martes: 17:30 a 19:20

VIDA INTELECTUAL: FLEXIBILIDAD Y CERTEZAS

 

 por Mons. Carlos González Saracho
 Artículo aparecido en la revista HACER EMPRESA en junio de 2023

En los comienzos del siglo XX, a Albert Einstein lo consideraban un fracasado en el posgrado de Física y no fue capaz de encontrar trabajo como docente o investigador en la universidad. Tuvo que trabajar siete años en una oficina de patentes. Pero, en su tiempo libre, escribió artículos sobre el efecto fotoeléctrico, el movimiento browniano y la teoría de la relatividad espacial, trabajos que dieron un vuelco a la Física. Después de recibir el Premio Nobel, describía la oficina de patentes como “ese espacio reservado en el que brotaron mis más hermosas ideas”.

Esta anécdota me recordó la La vida intelectual, un ensayo del filósofo y teólogo francés A. G. Sertillanges (1863-1948), sobre la tarea intelectual, basado en el pensamiento de Aristóteles y de Tomas de Aquino, publicado en 1942 y con muchas reediciones, porque es un texto muy aprovechable no solo para quienes hacen del conocimiento su profesión, sino también para quienes desean tener un “espacio” intelectual, compatible con otros trabajos.

Sertillanges insiste en que la construcción intelectual exige poner unos cimientos sólidos, conocer nuestras propias limitaciones: “¿Quieres hacer obra intelectual? Empieza por crear dentro de ti una zona de silencio, un hábito de recogimiento, una voluntad de desprendimiento, de desapego, que te haga disponible por entero para esa obra. Adquiere ese estado de ánimo, libre del peso del deseo y de la propia voluntad, que constituye el estado de gracia del intelectual. Sin ello, no harás nada o, al menos, nada que valga la pena”. Toda construcción (como la de un edificio) debe partir de un plan y, en este caso, es la búsqueda de la verdad, actitud básica de la vida intelectual. En el libro, muy bien escrito, abundan consejos útiles como la necesidad de dedicar un tiempo al día a la tarea de pensar, la constancia en el horario, el requisito del silencio, la escritura, etc., que forman hábitos que nos predisponen a la verdad.

SERTILLANGES INSISTE EN QUE LA CONSTRUCCIÓN INTELECTUAL EXIGE PONER UNOS CIMIENTOS SÓLIDOS, CONOCER NUESTRAS PROPIAS LIMITACIONES.

Años después, en 1951, el filósofo francés Jean Guitton publicó El trabajo intelectual, del que existe una reedición en 2022 de Rialp. Esta obra fue pensada inicialmente para los estudiantes, pero también se dirige a los que, con muchas ocupaciones, no quieren renunciar a leer, escribir y pensar. Guitton propone modos de potenciar la propia preparación intelectual y la concentración, animando a alternar el descanso y el esfuerzo, y orientando al lector a expresarse con estilo y construirse sólidamente mediante la lectura.

Ambos libros combaten el prejuicio de que la vida intelectual sea exclusiva para unas minorías o consecuencias de un alto nivel económico. En realidad, la vida intelectual es fruto de un interés por el mundo y, sobre todo, de buscar continuamente el sentido de las cosas, lo que requiere constancia porque implica entrar en conflicto con la tendencia natural a una vida cómoda. Actualmente hay iniciativas inspiradas por estos principios o por esta inquietud vital de buscar la verdad. Una de las más interesantes es la de Zena Hitz, Ph.D. de Princeton, profesora de varias universidades norteamericanas y responsable del Proyecto Catherine, una especie de programa de tutorías en humanidades al estilo de los grandes libros de Oxford. Recomiendo visitar su página web. En 2022, Editorial Encuentro publicó su libro: Pensativos: los placeres ocultos de la vida intelectual en el que invita a la búsqueda de la verdad y del sentido de lo humano, en la línea de libro de Sertillanges, al que cita oportunamente. Pone el ejemplo de Einstein mencionado al comienzo de este artículo, y ofrece otros argumentos, imágenes e historias que demuestran la necesidad de los bienes intelectuales, el ocio, la contemplación, el aprendizaje, más allá de las enseñanzas destinadas a la utilidad y a la preparación profesional.

LA VIDA INTELECTUAL ES FRUTO DE UN INTERÉS POR EL MUNDO Y, SOBRE TODO, DE BUSCAR CONTINUAMENTE EL SENTIDO DE LAS COSAS, LO QUE REQUIERE CONSTANCIA PORQUE IMPLICA ENTRAR EN CONFLICTO CON LA TENDENCIA NATURAL A UNA VIDA CÓMODA.

Lo que pretenden estos y otros autores es romper con esas dinámicas utilitarias y excesivamente pragmáticas dominantes de la sociedad, para ayudar al lector a saborear lo que significa la vida intelectual como forma de cultivar la vida interior de una persona, un lugar de retiro y reflexión. Si se consigue, se descubre que la vida intelectual es una fuente de dignidad y abre un espacio a la comprensión y a la solidaridad entre todos. Y, algo muy importante, también ofrece una plataforma crítica ante los mecanismos de subordinación y de alienación a los que todos estamos expuestos.

Una de las consecuencias, y a la vez requisito imprescindible de la vida intelectual y de la búsqueda de la verdad, es el equilibrio entre dos actitudes complementarias, aparentemente contradictorias: flexibilidad y certezas. La flexibilidad intelectual se requiere para estar abiertos y dispuestos a cambiar la mente cuando recibimos nuevos datos y argumentos. Y la firmeza en las convicciones es particularmente necesaria, porque vivimos en una sociedad que nos inunda de ideas banales y que, paradójicamente, es alérgica al dogmatismo, lo que nos lleva a caer en la sospecha permanente, de la que ya nos advirtió G. K. Chesterton: “Corremos el riesgo de concebir una raza humana que no se atreva a creer ni en las tablas aritméticas”.

Hay gente que piensa que los cambios de opinión tienen un valor en sí mismos, como si no fuera posible llegar a algunas certezas. Un cambio de opinión tiene valor en cuanto sirve para ajustar mejor mis puntos de vista a la realidad. Es peligroso endiosar las dudas y condenar las certezas: si tenemos las primeras es porque deberíamos querer llegar a las segundas. Por supuesto que es necesario dudar de uno mismo y esto hace avanzar el conocimiento: pero es un punto de partida, no de llegada. Hay que desprenderse de estereotipos y de medias y falsas verdades, pero sin olvidar que hay un final del camino, un propósito. Si todo valiera lo mismo, si no pudiera conocerse la verdad, no tendrían sentido la investigación, la ciencia, la filosofía. Lo que hace que una persona sea dogmática —en el sentido de presentar como innegable algo que es discutible— no es la búsqueda de la verdad, sino la autocomplacencia acrítica o irreflexiva en los propios juicios, de lo que nadie está libre. Como escribió Ralph Waldo Emerson: “La madurez es la edad en que uno ya no se deja engañar por sí mismo”.

 

“La madurez es la edad en que uno ya no se deja engañar por sí mismo”.

 

En agosto de 2022 el título de esta columna en Hacer Empresa era una frase de Quinto Curcio Rufo: “Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos”. Decía allí algo aplicable a la vida intelectual: la madurez y el aplomo requieren cultivar espacios interiores de serenidad, para hacer más profundo nuestro trabajo, descubrir su dimensión de eternidad, no perder la dimensión amplia de la realidad, entablar relaciones fluidas con nuestros colaboradores, etc.

VERDADES OBVIAS Y FAKE NEWS


 

por Mons. Carlos González Saracho
 Artículo aparecido en la revista HACER EMPRESA en abril de 2023


Hay 75 países en los que el Día del Padre se celebra el tercer domingo de junio. En otros, el 19 de marzo, que es la fiesta litúrgica de San José. Y es que la figura paterna —al igual que la de la madre— tiene un gran impacto en el desarrollo de los niños. Y la ciencia, especialmente en el mundo anglosajón, aporta datos importantes al respecto.

El estudio más amplio y que abrió el campo a otras investigaciones lo realizó un grupo de profesores de Oxford, del Imperial College y del King´s College, dirigidos por Paul Ramchandani. Fue publicado en 2017 en el Infant Mental Health Journal con el título “Father-Child interaction at 3 months and 24 months”. Examinaron parámetros de involucramiento emotivo en 10 000 familias con hijos, y se midió la importancia de la relación con el padre en el desarrollo emotivo de los niños.

La investigación resalta la influencia del “factor calidad”, en el sentido de que es más esencial la calidad del tiempo pasado con los hijos que la simple cantidad; y que la unión a la figura paterna es un elemento positivo que “eleva”, “mejora la calidad” del desarrollo de los niños. Concluyen que “un buen padre, atento a las necesidades del hijo, contribuirá a que luego sea un adulto sereno”. Un punto decisivo de esa relación es el modo en que los padres perciben su rol antes y después del nacimiento del hijo. Si son felices de la paternidad y enfocan su vida en función de este rol, los hijos “se sienten más seguidos y seguros, son más equilibrados y tienen hasta un 28 % menos de probabilidades de desarrollar problemas de conducta en la preadolescencia”.

También en 2017, el European Journal of Population, publicó otro estudio, firmado por Elena Mariani, Berkay Özcan y Alice Goisis, profesores de la London School of Economics, con conclusiones muy similares y titulado “Family trajectories and well-being of children born to lone mothers in the UK”.

De acuerdo con estas investigaciones, el padre tiene una responsabilidad fundamental en el desarrollo emotivo de la persona, mientras que las madres ocupan una posición más relevante en lo que respecta al cuidado y a la vida afectiva del niño.

EL PADRE TIENE UNA RESPONSABILIDAD FUNDAMENTAL EN EL DESARROLLO EMOTIVO DE LA PERSONA.

La tesis final es: “Un núcleo familiar feliz y unido es un factor añadido positivo en la vida de un niño”. Algunos lectores, con buena dosis de escepticismo, podrían comentar que no es necesario leer revistas científicas para llegar a esa conclusión.

Profundizando en el rol de la paternidad y en el vínculo que se origina, el filósofo francés Fabrice Hadjadj comenta que un experto puede comunicar lo que ha entendido en un ámbito muy concreto (y, por tanto, es competente); en cambio, un padre transmite toda la vida, aunque tantas veces no sea competente, porque no la comprenda, se le escape, se tenga que enfrentar incluso al sufrimiento, a la injusticia, a la muerte. Ofrece —con la madre— nada menos que la vida, aunque esta vida esté herida y expuesta al mal.

También algunos lectores quizá añadan que las investigaciones científicas citadas se podrían haber titulado sencillamente así: “Para que el niño esté bien, conviene que crezca en una familia compuesta de padre y madre”. El problema es que —independientemente de que va disminuyendo el porcentaje de esas familias— estas afirmaciones obvias molestan. Y aquí está lo realmente preocupante: no el hecho de que se comercialice más o menos la figura del padre, sino que haya verdades básicas aceptadas desde siempre (y necesarias para la sociedad) que tengamos que proteger y revisitar porque están siendo desafiadas continuamente por la cultura (películas, novelas, series) y por la política, que impulsan con entusiasmo eficaz otros modelos, favorecidos por la pasividad —no exenta de responsabilidad— de la mayoría. Por eso, hay que argumentar con datos objetivos, de modo que se vea que esas afirmaciones elementales son verdad, y no fruto de una fe rígida.

De Andréi Tarkovski es la frase “lo bello queda oculto a los ojos de aquellos que no buscan la verdad”. Estas investigaciones citadas ayudan a descubrir esa belleza, fruto del amor sacrificado, que queda oculta a quienes parten de prejuicios, se conforman con eslóganes o se dejan llevar dócilmente por la corriente.

LA TESIS FINAL ES: “UN NÚCLEO FAMILIAR FELIZ Y UNIDO ES UN FACTOR AÑADIDO POSITIVO EN LA VIDA DE UN NIÑO”.

En este sentido, para terminar, me gustaría comentar muy brevemente cuatro fake news sobre el amor y el matrimonio que están muy difundidas y que ocultan la belleza de la verdad sobre el amor matrimonial.

La primera es un clásico: “el amor es ciego”. Puede ser verdad referida a la pasión, pero no al amor, porque para amar necesito conocer al otro tal y como es, con sus defectos. Amo a algo que conozco, no alguien desconocido.

La segunda es fatal y lleva a muchos fracasos matrimoniales: “Lo importante es estar enamorados”. Más bien, lo importante es comprometerse a amar, poner la voluntad, no solo el sentimiento, porque los sentimientos van y vienen. El amor verdadero permanece. En las homilías de los matrimonios que participo como sacerdote suelo insistir en que la frase verdadera no es “me caso contigo porque te amo”, sino más bien: “me caso contigo para amarte”. La diferencia es enorme y fundamental.

La tercera también causa estragos y es fruto del egoísmo, antítesis del amor auténtico: “el amor es placer y bienestar”. Evidentemente el amor conlleva ambas cosas, pero también requiere mucho sacrificio. Es más, el sacrificio es la prueba del amor.

La cuarta y última fake news es simpática y equívoca: “el amor es espontáneo”. Aquí se confunde peligrosamente la virtud con la espontaneidad. Por ejemplo, una persona espontánea sin virtud insultaría frecuentemente, interrumpiría conversaciones, etc. El verdadero amor mueve a la voluntad (aunque a veces no se tenga ganas) y es consciente de lo que hace (de lo contrario, no tendría mérito).

 

El 2023 somos nosotros

 por Mons. Carlos González Saracho
 Artículo aparecido en la revista HACER EMPRESA en febrero de 2023

 
 

Escribo estas líneas en los primeros días del año, ante las imágenes de velatorio del papa Benedicto XVI. Su legado intelectual y espiritual es inmenso y me llevó a releer una homilía que predicó cuando era obispo de Múnich, al comenzar un nuevo año, sobre el sentido cristiano de los momentos de transición. El texto está recogido en “Palabra en la Iglesia” (Editorial Sígueme, 1976, Salamanca). Confirma, una vez más, cómo Joseph Ratzinger procuraba —y lograba— conseguir en cada reflexión una perspectiva a la vez distanciada y profunda, libertad interior y motivos para seguir adelante.

En esa homilía, evoca a un antiguo filósofo que afirmaba: “El hombre se distingue del animal en que mantiene su cabeza por encima de la superficie del agua del tiempo”. Mientras los animales se encuentran dentro de ella como peces, que no hacen sino dejarse arrastrar por la corriente del tiempo, el hombre puede sacar la cabeza y mirar, y así dominar el tiempo. Esta consideración llevaba a Ratzinger a preguntarse: “¿Pero de verdad hacemos eso que sostiene el filósofo? ¿Acaso no somos también como peces en el mar del tiempo, arrastrados por sus corrientes, desconocedores de su origen y su destino? ¿No consumimos todo nuestro ser en la existencia cotidiana, yendo de fecha en fecha, de tarea en tarea, incapaces de tomar conciencia de nosotros mismos?”.

La pereza, la rutina y las problemáticas diarias hacen que nos cueste hacer un parón, ver dónde estamos y hacia dónde queremos ir. Precisamente, momentos como el cambio de año, un aniversario, el comienzo de una nueva etapa, etc., deberían ser ocasiones en las que nos esforcemos en “emerger e intentáramos mirar el cielo y las estrellas que hay encima del mar y encima de nosotros. Así nos comprenderíamos mejor a nosotros mismos”. En fechas de transición, “deberíamos intentar revisar el camino que hemos andado y luego enjuiciarlo; darnos cuenta de lo que estuvo mal hecho, de lo que nos obstaculizó el sendero que lleva al conocimiento de nosotros mismos y de los demás. Deberíamos llegar a reconocer estas realidades para que el camino del nuevo año sea realmente un avance, un progreso”. De lo contrario, nos quedaríamos en lamentos estériles; y no solo no avanzaríamos, sino que retrocederíamos o consolidaríamos situaciones negativas. Se entiende así, la afirmación de San Josemaría Escrivá, a quien no le gustaba el dicho “año nuevo, vida nueva” y prefería decir “año nuevo, lucha nueva”.

La pereza, la rutina y las problemáticas diarias hacen que nos cueste hacer un parón, ver dónde estamos y hacia dónde queremos ir.

En el siglo V, durante las invasiones bárbaras, a la gente que se lamentaba frecuentemente de la época que estaban viviendo, San Agustín les contestaba: “Dicen que los tiempos son malos, difíciles. Vivamos bien y los tiempos se volverán buenos. ¡Nosotros somos los tiempos! ¡Los tiempos son lo que somos nosotros!” (Serm. 8,8). Y es así en el sentido de que, cuando hablamos de una época histórica —revolución francesa, gesta libertadora— nos referimos a los hombres que protagonizaron esa época. Somos el tiempo; y aceptarlo lleva a evitar quejas estériles, hacer una serena autocrítica, y, sobre todo, a entender y desear algunos cambios que requieren sacrificios personales, para contribuir al bien común. Por esto, se preguntaba Ratzinger: “¿Puede realmente el tiempo seguir adelante, cuando los hombres no pueden? ¿Y avanzan de verdad los hombres cuando aumenta su confort, pero su corazón se detiene y se empequeñece? ¿Y puede avanzar el hombre si se desconoce a sí mismo? ¿Puede avanzar si tiene tiempo para lo que hace y para lo que posee, pero no para lo que él es? ¿Puede avanzar cuando él mismo está fuera del tiempo?”.

Actualmente las etapas humanas —infancia, juventud, edad adulta, ancianidad— son entre sí más diferentes que nunca. Es como si los mayores viviéramos en otro tiempo que los jóvenes. Además, ha aumentado la expectativa de vida, una vida que cambia cada vez más rápido y hace que, más pronto que antes, quedemos “reducidos” al pasado; y que pertenezcamos a ese pasado durante un tiempo cada vez mayor. Por eso, en nuestro tiempo coexisten tiempos cada vez más distintos entre sí, que llevan a tensiones críticas.

Este conflicto generacional más agudo que vivimos no es la única consecuencia. Otra consecuencia es que tendemos a negar nuestro tiempo y a querer anclarnos en una edad: la juventud. Antes no era tan así. Se valoraba la tradición como fuerza ordenadora y, en cierto sentido, la edad preferida era la ancianidad. Por ejemplo, en la Iglesia católica, la palabra “presbítero” procede de una palabra griega que quiere decir “anciano”. Hoy se vive en la actualidad con unas mascarillas cosméticas que ayudan —con éxito relativo— a mantener ante sí mismo y ante los demás una especie de disfraz, una apariencia. Ante esto, Ratzinger aconsejaba: “En el momento en que, al final de un año y comienzo de otro, el tiempo se renueva convendría que aprendiésemos que el hombre, si quiere serlo de verdad, está necesitado de su totalidad, desde la infancia hasta la ancianidad. Deberíamos intentar una vez más aceptar la totalidad del tiempo del hombre y encontrar tolerancia, reconocimiento para los demás, sabiendo que todos tenemos algo que aportar”.

San Agustín decía: “Dicen que los tiempos son malos, difíciles. Vivamos bien y los tiempos se volverán buenos. ¡Nosotros somos los tiempos! ¡Los tiempos son lo que somos nosotros!” (Serm. 8,8).

Los hombres somos el tiempo; con esta afirmación san Agustín no quiso únicamente superar el pesimismo de sus interlocutores, sino también y, sobre todo, cancelar radicalmente la falsedad de una antiquísima tradición de las religiones paganas, que consideraban a Chronos, el tiempo, como la primera divinidad, que se comía cruelmente a sus propios hijos. Lamentablemente, también hoy Chronos, el tiempo, sigue siendo un dios cruel. Como decía Ratzinger en la homilía que comentamos y que pronunció a finales del siglo XX: “Tan solo el olvido, que Chronos regala a los que le adoran, puede impedir que contemplen un juego cruel en su máximo grado de contradicción. Hasta dónde alcanza ese grado, puede descubrirlo la persona que repase un poco los acontecimientos y compruebe todo lo negativo que el hombre ha experimentado en este siglo como propio de la época. Cuando el tiempo se convierte en señor del hombre, este se convierte en esclavo, aunque Chronos haga su aparición bajo el nombre de progreso y de futuro”.

Por eso se entiende que muchos años después, siendo ya papa, Benedicto XVI en su testamento espiritual escribiera con emoción: “A todos los que en la Iglesia han sido confiados a mi servicio, ¡manténganse firmes en la fe! ¡No se dejen confundir!”.